Psicología de la inversión
En los mercados financieros, la mayor amenaza rara vez proviene de una crisis externa, una recesión o una burbuja. La verdadera amenaza habita en la mente del propio inversionista. La historia demuestra que el miedo y la codicia son fuerzas mucho más destructivas para el patrimonio que muchos de los impactos económicos históricos.
Cuando los precios de los activos suben de manera repentina, la codicia se disfraza de confianza: el inversionista siente que está “perdiendo la oportunidad” y compra sin evaluar fundamentos. En el extremo opuesto, cuando los precios caen, el miedo se viste de prudencia: vender a cualquier precio parece una salida razonable, incluso si la empresa detrás de la acción conserva intactas sus ventajas competitivas. Ambos impulsos —comprar caro por entusiasmo o vender barato por pánico— nacen de la misma raíz: la incapacidad de controlar las emociones frente a la volatilidad del mercado.
En Grupo Capital tenemos claro que el mercado es un péndulo que oscila entre la euforia y la depresión, y que los inversionistas disciplinados deben aprender a observarlo sin moverse al mismo ritmo. La clave está en recordar que lo que poseemos no son fichas que suben y bajan de precio. Si se tratara de una apuesta a ciegas, especulando sobre esas subidas y bajadas, no habría nada que analizar: bastaría con comprar un activo cualquiera y cruzar los dedos esperando que el próximo comprador esté dispuesto a pagar un precio mayor que el nuestro. Para ese tipo de transacciones no se necesitan conocimientos, experiencia, criterios ni fundamentos; simplemente suerte.
Invertir, en cambio, exige analizar el valor subyacente de un activo, más allá de su precio. Debe tratarse de un negocio que genere valor real por la naturaleza de su actividad. Si logramos identificar un activo que produzca bienes o servicios útiles para la sociedad y, como consecuencia, incremente su valor con el tiempo, entonces, al comprarlo a un precio razonable, será el propio mercado quien, tarde o temprano, reconozca ese valor también en su cotización.
La paciencia, en este sentido, no es una actitud pasiva, sino una estrategia activa. Requiere la disciplina de esperar el momento adecuado para comprar, incluso cuando muchos se precipitan. Requiere también la fortaleza de mantener una inversión sólida aunque los titulares de prensa auguren catástrofe. Y, sobre todo, exige confiar en que el interés compuesto hará su trabajo si no lo interrumpimos con decisiones apresuradas.
Imaginemos dos inversionistas frente a la misma acción. El primero, dominado por la impaciencia, entra y sale en cuestión de semanas, buscando capturar fluctuaciones de corto plazo. El segundo adquiere la acción de una empresa con ventajas competitivas duraderas y la mantiene durante quince años. Aunque ambos parten del mismo punto, sus resultados serán radicalmente distintos: uno habrá gastado tiempo y comisiones persiguiendo ilusiones, mientras que el otro habrá visto cómo su capital crece de manera exponencial.
La diferencia no la hace el mercado, sino la mente del inversionista. La paciencia no garantiza resultados inmediatos, pero sí aumenta de manera considerable la probabilidad de éxito en el largo plazo. Es la virtud que permite a la razón prevalecer sobre la emoción, al criterio sobre el impulso y al verdadero valor sobre el ruido momentáneo.
En Grupo Capital creemos que invertir es, en última instancia, un ejercicio de carácter. La rentabilidad es el resultado; la paciencia y el control emocional son los medios para alcanzarla.
Ricardo Enrique Ramos D'Agostino
Presidente Ejecutivo - Grupo Capital